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Gabriela Nava rememora su primera lectura del Quijote a los ocho años, acompañada por su abuelo, y lo maravillosa que resultó para ella esa lectura prístina. Recuerda también cómo recuperó la magia del primer contacto con la obra maestra de Cervantes en los cursos de posgrado en voz de Margit Frenk. Adentrarse en el estudio de la literatura, decía Helena Beristáin, implica perder la inocencia. Muy lejos de la inocencia primera, Los tres rostros de la plaza pública en el Quijote habla de una reapropiación de la magia del Quijote, y nos brinda una nítida lectura de la novela a la luz del fenómeno de la carnavalización de la literatura. Este hermoso libro, como el Carnaval mismo, nos habla de nacimiento, muerte y resurrección.

En lo que sigue pretendo ante todo exponer algunos planteamientos tocantes al Carnaval y a la estética carnavalesca que presenta el libro; en segundo lugar, traer a colación algunos episodios del Quijote tal como me fueron convocados por la lectura. Por la manera clara, precisa y profunda en que se presentan los elementos carnavalescos del Quijote, Los tres rostros de la plaza pública en el Quijote resulta muy importante para entender y pensar la literatura carnavalizada.

El libro se organiza en cuatro apartados. El primero presenta una caracterización del Carnaval, mientras los tres restantes despliegan un análisis de sendos episodios en donde el Carnaval se hace presente. En palabras de Nava, la carnavalizacón de la literatura, concepto distinto de la literatura creada para el Carnaval, consiste en la trasposición al texto de las prácticas e imágenes carnavalescas (44).

Ante todo, asienta la autora, el Carnaval se emparienta con el Caos creador, con su violencia y capacidad de regeneración. Para entender el Carnaval, además de la canónica obra de Mijaíl Bajtín, la estudiosa recurre a la teoría de Georges Balandier sobre el caos en las ciencias sociales, a la noción de lo sagrado del sociólogo y crítico literario Roger Caillois y al planteamiento de la violencia como fundadora del orden social del filósofo René Girard.

El Carnaval constituye, a decir de Bajtín, la victoria de la profusión universal de los bienes materiales, de la libertad, la igualdad y el fortalecimiento de los vínculos comunitarios. Este fenómeno construye una réplica alternativa del sistema oficial establecido, exterior a la Iglesia y al Estado, y genera un proceso continuo de relativización y desjerarquización. Por definición, el Carnaval ocurre en un tiempo discontinuo, fuera del tiempo mismo, en el espacio de la plaza pública, símbolo de lo popular; se trata por tanto de un espacio de contacto libre y desinhibido, cuyo protagonista y a la vez espectador es la colectividad. Se trata del Reino del Caos, realidad alterna, “mundo al revés”.

La fiesta desvía la vida de su curso habitual introduciendo el pathos de cambios y transformaciones; de muerte y renovación. Las imágenes carnavalescas poseen una naturaleza ambivalente: la muerte unida a la resurrección cobra forma en la fecundidad de lo bajo corporal y el contacto con la tierra, símil de la tumba y de lo fértil. El Carnaval implica la satisfacción del deseo no-reglamentado; el apetito frenético de la boca y el sexo como goce de la colectividad. Y si el banquete oficial es signo de diferenciación social, el banquete carnavalesco simboliza la victoria del hombre sobre el mundo material, ya que el Carnaval se asocia con el consumo en la medida en que implica el retorno a un mundo primigenio y prolífico: la Edad de Oro.

La dinámica carnavalesca de muerte-renacimiento bascula entre lo alto y lo bajo, las coronaciones y los destronamientos. El rey bufo o el rey tonto constituyen la metamorfosis del rey y del dios. Los coronamientos-destronamientos carnavalescos persiguen la muerte fecunda del rey, arrojándolo hacia la tierra ambivalente por medio de la violencia física y verbal. Los golpes matan y dan nueva vida; terminan con lo antiguo y comienzan con lo nuevo (36).

La caída de las barreras verbales que resulta del desorden carnavalesco produce un lenguaje alterno. Surge así la violencia verbal: injurias, apodos, juramentos, obscenidades, maldiciones, blasfemias y combinaciones ambivalentes de bendición/maldición o de elogio/injuria, como hace Altisidora en los versos que entona ante la partida de don Quijote del palacio ducal (Don Quijote de la Mancha II, 62).

El carnaval genera un contramundo, metamorfosis lúdica del mundo cotidiano. Dentro de éste, los contrarrituales desrealizan la realidad socializada, disolviendo el simbolismo, y ejercen la función de dobles destronadores de los ritos del mundo oficial (Nava: 39). En otras palabras, la escenificación del contrarritual supone la creación de dobles paródicos.

En el desorden carnavalesco, a la identidad individual se sobrepone una máscara o un disfraz; de esta manera, la identidad se desintegra para conformar una personalidad colectiva. En términos freudianos, el ello avasalla al yo, liberando las bulliciosas pulsiones de vida.

Así, el Carnaval pone de manifiesto el desorden oculto bajo el aparente orden de cosas. Ahora bien, el Caos que genera no es un mero principio destructivo, sino una fuerza positiva que permite al universo renovarse y fortalecerse (23). La fuerza caótica opera donde la norma es incapaz de regenerar el mundo, pues sólo el Caos puede engendrar al Cosmos, tornando, a partir de la magia y la violencia, al principio de las cosas.

El Carnaval permite así hacer una profunda reflexión sobre la realidad. Por ejemplo, el ataque a las marionetas de Maese Pedro perpetrado por don Quijote (Don Quijote de la Mancha II, 26), en tanto agente de la violencia carnavalesca parecería un intento de restitución o una forma de sancionar el engaño, el dolo y la traición del pícaro Ginés de Pasamonte, ahí donde la norma había resultado insuficiente.

Vayamos al espacio público de las ventas. Si la locura quijotesca transfigura las ventas en castillos, el caos se produce en cuanto el imaginario caballeresco entra en contacto con la realidad venteril. Recordemos, por ejemplo, el diálogo entre don Quijote y el ventero que lo arma caballero (I, 3), en el que el discurso del último, dialógicamente orientado con respecto al del primero, devuelve a don Quijote una imagen torcida de la caballería andante. La picaresca como revés del código caballeresco. Así, en los contrarrituales de la vela de las armas y la investidura, los principios caballerescos se desubliman burlescamente.

Ahora bien, si la locura quijotesca “encanta” la realidad en la primera de las ventas, la realidad terminará por encantar a don Quijote en la de Juan Palomeque, hasta el punto de apresarlo para reconducirlo a su aldea.

Siguiendo a Gabriela Nava, en la segunda venta encontramos el disfraz, el ocultamiento de las identidades de los personajes y el juego colectivo dentro del mundo caótico e igualitario del Carnaval. La locura de don Quijote es contagiosa; difunde la fiebre carnavalesca que termina permeando al mundo en torno. A la locura como agente de la violencia carnavalesca habría que aunar la tontería como reverso de la verdad oficial dominante. Será así Sancho Panza, el tonto-listo, quien en un acto lúdico y creador renombre la realidad a partir de la polionomasia que tiene lugar en el Caos. Surge así el baciyelmo (I, 44).

La autora se refiere a la construcción de la historia de Micomicona como improvisación y creación colectiva. Se trata, señala Nava, de una escenificación dentro de la cual se presenta un entremés: la batalla contra los cueros de vino.

Vayamos ahora al Carnaval de los duques. Aun cuando, a decir de la estudiosa, en la elaborada farsa que montan los señores encontramos a la cultura popular carnavalesca adoptada y reinventada por la nobleza (96), habría una diferencia cualitativa importante entre el carnaval ventril y el palaciego. Si el primero se configura a partir de la locura quijotesca, en el segundo, la locura del duque consistirá en divertirse a costa de ésta. Así, dice el eclesiástico al duque: “Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades” (II, 32).

Con la llegada de don Quijote, los vientos carnavalescos soplan en el palacio ducal propiciando el igualitarismo del Caos social, que disfrutarán tanto los nobles como la servidumbre. Sin embargo, el soplo carnavalesco se pervierte en la medida en que el poder interviene la locura quijotesca para instrumentalizarla. Ahora bien, en el tercer ámbito carnavalesco analizado en el libro, el de la ínsula Barataria, la simpleza popular de Sancho desenmascara con la violencia de su cólera la corrupción, el dolo y la mentira de la sociedad regida por el duque, burlando así a los burladores. De manera similar, dentro del Carnaval palaciego, doña Rodríguez y su hija, montadas en la ola carnavalesca, logran trascender (gracias a la escucha y la acción de don Quijote) su respectiva condición de viuda menesterosa y de mujer abusada.

Existe en efecto una cualidad diferente entre el improvisado carnaval popular y el maquinado Carnaval de los duques (Nava: 118). Y resulta acaso paradójico hablar de un carnaval planeado. En todo caso, el castillo se convierte “en el tablado para el drama bufo que nuestro caballero y escudero representarán sin saberlo” (Ramos citado por Nava: 119). El cálculo se dirige a provocar la diversión de los duques y el quebranto de la pareja quijotesca.

De esta manera, para la autora don Quijote aparece como rey bufo, blanco de agresiones lúdicas, como el lavado y el manoseo de las barbas. Por su parte, Sancho Panza, don Carnal, resulta un disciplinante de sangre paródico condenado a 3,300 azotes que cumplen la doble función de matar y dar la vida, asociados también con la abundancia, la fertilidad y la regeneración (107).

Ahora bien, quisiera apuntar que en el carnaval de los duques hay episodios que traslucen una violencia no ya carnavalesca sino oficial, como ocurre con el episodio de la “muerte” de Altisidora (Don Quijote de la Mancha II, 69), donde más que la disolución del simbolismo del sambenito y la coroza encuentro una denegación de los mismos. Considero también que los azotes y pellizcos propinados a doña Rodríguez y a don Quijote (II, 48) constituyen una forma de venganza del poder. Por su parte, Gabriela Nava señala que el episodio de la “muerte” de Altisidora gira en torno a la violencia y la muerte como umbrales de la vida regenerada. En cuanto a la agresión contra doña Rodríguez, señala la autora la tendencia del Caos creador a descargar la violencia contra lo que se presenta fuera del Carnaval (doña Rodríguez no aparece enmascarada).

De esta manera, la peculiaridad del carnaval ducal consiste en la pretensión de instrumentalizar la fiesta para fines particulares, lo que resulta contradictorio y al cabo fútil ante la naturaleza inasible del soplo carnavalesco.

El desorden carnavalesco, dice la estudiosa, devela la injusticia y el mal ocultos bajo el orden aparente. Y justo eso es lo que ocurre durante el gobierno de Sancho Panza, gobernante bufo, en la ínsula Barataria.

En los procesos judiciales festivos, las ordenanzas del gobernador, emulando la tendencia del Caos a instaurar la Edad de Oro, aparecen orientadas al bien común (139). Acaso por esto el duque advierte pronto a Sancho sobre el golpe de estado que él mismo está preparando. En los atinados fallos de Sancho, señala la autora, se pone de manifiesto, bajo la ingenuidad y la bobería, una locura paradójica que permite al gobernante descubrir la verdad en medio de los engaños.

Durante el gobierno de Sancho se suceden episodios como el del banquete que reformula el Doctor Pedro Recio, escamoteando el alimento al gobernante. Ahora bien, el lector, que sabe lo que Sancho ignora, se percata de que la broma del duque va dirigida a un campesino en quien el fantasma del hambre está siempre pronto a despertar.

El final del gobierno implica el destronamiento del rey bufo, su sacrificio y expulsión cuando la fiebre se apodera de la gente de la villa y dirige la violencia contra la persona de Sancho. El sacrificio del gobernante, afirma la autora, permite reequilibrar el orden social (147). No obstante, ante el carácter controlado del Carnaval de la ínsula Barataria, habría que preguntar si el gobierno de Sancho renueva efectivamente el orden y no se limita a afianzar el poder ducal. Acaso la catarsis renovadora ocurre en quienes han atestiguado la violencia del gobernante campesino ante el dolo, el engaño y la corrupción, y la restitución de la armonía social durante su gobierno.

Siguiendo a la autora, el sacrificio de Sancho Panza como rey bufo culmina, después de su expulsión en la “boca abierta de la tierra”, en donde experimenta el despedazamiento, la muerte y la resurrección.

Finalmente, en la visión de Gabriela Nava, el Carnaval aparece como un “segundo” caballero que combate las arbitrariedades y sinrazones del sistema (158), porque el soplo o acaso el vendaval carnavalesco tiende a la restauración del “paraíso perdido”, el mundo primigenio de armonía social al que don Quijote se refiere en su discurso de la Edad Dorada (I, 11).

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Published on 31/08/16

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